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Un lugar

Cuando éramos chicos, mi viejo nos hacía escuchar folklore argentino. Escuchábamos, casi exclusivamente, Los Chalchaleros. No es que nos obligaba, para nada, pero la música sonaba cuando viajábamos en auto a Villa Carlos Paz, Colón, Mendoza. Y en ese tiempo no había auriculares, ni smartphones, y si los hubiera habido, tampoco hubieran estado a nuestra disposición. Así que había que escuchar. Esta exposición continua por varias horas encerrados en un auto, y luego ocasionalmente en casa (donde al menos había oportunidad de escapar), puede tener diferentes efectos en diferentes personas. Por ejemplo, mi hermana menor odia el folklore. A mi hermana del medio no le importa. A mí me gusta. No voy decir que me encanta, pero me gusta mucho, y creo que he aprendido a apreciarlo. Y más estando lejos de la tierra de uno, el folklore tiene un efecto nostálgico al que soy muy propenso.

La música folklórica habla de los temas más típicos (como el amor), pero especialmente sobre lugares: un pueblo, un río, incluso una calle en particular, diferente de todas las demás calles, como por ejemplo la canción “Calle angosta”:

Calle angosta, calle angosta
la de una vereda sola
Yo te canto porque siempre
estarás en mi memoria

Sos la calle más humilde
de mi tierra mercedina
En los alamos comienzas
y en el molino terminas

… y al escucharla, esto se traduce en mi pueblo, Avellaneda (Santa Fe), en la Ruta 11, en mi calle: calle 16 que, ni corta ni angosta, comienza en la vía y atraviesa toda la ciudad, pasando por donde vivían compañeritos de infancia, primos, donde llevábamos a reparar el televisor o la radio, donde jugábamos al fútbol con dos árboles como arco y una vez un pelotazo rompió el foco de un vecino, por donde una vez me sonrojaba pasar. La calle que me llevaba a la casa de mi amigo y por donde estaba (y aún está) el que fue mi colegio primario y secundario.

Y ahora, como mi viejo hace unos 25 años atrás, me encuentro, yo también, escuchando folklore con mis dos hijos. El otro día volvíamos con Guadalupe del jardín en auto (sí, donde no puede escapar) escuchando “Santafecino de veras”, una canción popularizada principalmente por Jorge Cafrune, escrita por Miguel Brascó y Ariel Ramirez. La versión que me gusta, claro está, es interpretada por Los Chalchaleros (con la presencia de Ariel Ramirez), y termina así:

Si muero, será cantando
mi amor por mi Santa Fe
La muerte me ha de llevar
cantando este chamamé
Porque soy de Santa Fe
que es el lugar donde nací

… donde un lugar físico, Santa Fe, que es el lugar donde nací (“el lugar donde nací”, pensaba, qué misterio), se mezcla con mi muerte y el sentido de mi vida. Como cuando José de San Martín, un prócer argentino que, con otros, lideró la liberación de gran parte de América del Sur del Imperio Español, le escribe a Tomás Guido en 1827, desde París, Francia, ya retirado de su carrera militar, y le dice:

Mi querido amigo:
Hoy le contaré algo sobre mi persona. Aunque le resulte extraño, últimamente no veo ni trato a persona viviente, porque como resultado de las guerras he tomado cierta distancia de los hombres. Vivo en una casita de campo, a tres cuadras de la ciudad, en compañía de mi hermano. Las mañanas las ocupo trabajando en mi jardín y en mi taller de carpintería; por las tardes, salgo de paseo, y las noches leo y releo libros alegres; he aquí mi simple vida.
Usted se preguntará si soy feliz. Sí, amigo, verdaderamente lo soy pero créame que igual hay un hueco en mi felicidad, ¿y sabe cuál es?: no poder estar en Mendoza. Usted se reirá de esto, hágalo si quiere, pero le aseguro que prefiero la vida que tenía en mi chacra antes que las ventajas que presenta la vida culta de Europa. Deseo pasar mis últimos días allí, y en verdad no pido otra cosa en consideración a los servicios que creo haber prestado a mi amada América.
Su amigo y confidente.
José de San Martín

Me pregunto si ese hueco se hubiera llenado para San Martín si hubiera podido volver a su amada chacra en Mendoza. Aunque llevo viviendo ocho años lejos de mis lugares, tengo la posibilidad de volver todos los años y visitar mis ciudades, mi calle, que significa volver a traer el pasado, los recuerdos, y conectarlos con el presente, con mi familia y seres queridos. Y si bien la alegría del encuentro es dulce, la experiencia también me dice que este “lugar”, al volverse cercano, luego se transfigura, y se vuelve remoto una vez más. Como si el corazón se hubiera confundido, y cuando alcanza lo que pensaba era la meta, se encuentra otra vez como en el principio con el anhelo de un lugar, otro, que no era este.

Pero volver a estos lugares es, al menos para mí, parte del camino, como una parada obligada que ayuda a recordar que, si tanto lo deseamos, quizá haya una meta, un lugar definitivo. Cuando hablamos de “folklore”, hablamos de “tradición”, que, como dijo Luigi Giussani, “es esa dote compleja de la que la naturaleza provee a nuestra persona… un instrumento para afrontar nuestro ambiente”. Y esta preciosa tradición folklórica, que conecta pasado y presente con música, lugares y personas, mi existencia y su sentido, me provee de elementos indispensables para desarrollar una mirada más amplia de la vida.

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